Procesión extraordinaria con motivo del XV Aniversario de la refundación (6 de noviembre de 2010)

Procesión extraordinaria con motivo del XV Aniversario de la refundación (6 de noviembre de 2010)
Salida Extraordinaria de Nuestra Señora de los Dolores

jueves, 25 de febrero de 2010

ASOMARSE A LA PROCESIÓN

Mensaje del Arzobispo de Oviedo a las Cofradías Penitenciales de la Diócesis.


Queridos Hermanos y amigos: paz y bien.

Días de primavera primeriza, era el ambiente de mi Madrid natal cuando abrigado para la estación iba de la mano de mis mayores a alguna procesión de Semana Santa. Mi entonces estatura infantil siempre conseguía sacar entrada de primera fila subido al adoquín de la acera para ver pasar lo que allí se exhibía.

Mis ojos de niño se abrían de par en par y sin pestañear leía esa página de tradición sagrada en el libro de un desfile que paseaba una historia de amor. Agarrado a la mano mi abuela, no perdía ripio de cuanto allí se insinuaba entre soldados romanos, sibilas cantarinas, extras judíos y muchos capuchones que tapaban su nombre y su rostro mientras descalzos caminaban cual penitentes de la calzada. Finalmente venían los pasos, pasos paseados del mejor arte y de la más rendida fe hecha talento y piedad: era como un relato de la pasión del Señor al que se ponía ruedas, proponiendo en las carrozas religiosas escenas de un precio que Dios quiso pagar para rescatar nuestra felicidad secuestrada, para encauzar nuestra perdida salvación.

Y así me asomaba yo, en aquella tierna infancia de mis madriles de niño, a una historia que no he dejado jamás de contemplar.

Cuando luego ya de adulto, de joven franciscano, de sacerdote y ahora de obispo, me fijo en los pequeños que agolpan las aceras sostenidos por sus padres o sus abuelos, y es fácil que me vaya en la imaginación a aquella época de antaño y me surja la gratitud por el hondo significado que tiene la escenografía creyente de nuestras procesiones semana-santeras. Es algo que debemos saber agradecer a las Cofradías y Hermandades de nuestros pueblos y ciudades. Porque no sólo a ellos les hace bien, sino que ellos hacen tanto bien a quienes contemplan el resultado del esfuerzo artístico y piadoso de todo ese trabajo bien realizado a través de varios meses de preparación, un bien que se completa desde la formación cristiana de sus miembros y desde el testimonio en la caridad.

Llegando la semana santa de cada año sale, una tras otra, la procesión. Nuestras calles y plazas se revisten de la magia sagrada que en estos días de mil modos se narra, pero no podemos olvidar cómo esa historia no es el simple viaje a un ayer ya muy lejano. Es el relato de algo que sigue sucediendo hoy porque Dios sigue dando su vida y acompañando la nuestra como hace veinte siglos, como desde toda la eternidad y para siempre jamás.

Se llamará de otro modo la traición de los judas modernos que amañarán con su beso la triste recompensa de 30 monedas de privilegio resentido; distinto aparecerá el huerto de Getsemaní en donde entre sudores de sangre y somnolencias discipulares se volverá a apresar a un Dios inocente; serán otras las lágrimas que los pedros verterán en los patios de la indiferencia o de la fobia contra Cristo; los caifás, los pilatos y los barrabases seguirán saliendo a la escena cada cual con su insidia, su cobardía o su aprovechamiento; y otro nombre llevará la vía dolorosa en la que repetirán blasfemos su crucifícale quienes entregados decían antes sus hosannas; pero serán únicos quienes como María y Juan estén al pie de la cruz de cada crucificado, en donde un único Jesús no deja de dar hasta la úl-tima gota de su amor redentor.

Todo esto es la remembranza de nuestras procesiones. Nuestra procesión continúa hoy teniendo como cirineo nada menos que a Dios, y Él también nos ofrece su lienzo como aquella conmovida Verónica, y nos consuela en nuestros llantos, y se deja clavar en la cruz de nuestros despropósitos torpes y tardíos. En esta procesión que se llama falta de fe, falta de pan, falta de trabajo, falta de esperanza, falta de significado, Dios se hace encontradizo. Mis ojos de adulto hoy, como ayer aquellos ojos de niño, se vuelven a sor-prender agradecidos porque en la vida Dios se asoma a nuestra procesión cuando nosotros nos asomamos a la de Él.

El Señor os bendiga y os guarde.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Adm. Apost. de Huesca y de Jaca

lunes, 15 de febrero de 2010

La justicia que nos convierte: cuaresma cristiana

No nos asusta el contento, sino más bien lo poco que nos dura cuando este no es verdadero.

Queridos hermanos y amigos: Paz y Bien.

Toca de nuevo tocar. Y los tambores se alinean con su plam-plam poniendo esa su música a un texto conocido: la tregua del desenfado, con chirigota picarona y pasodoble, que a veces termina en desmadre y frivolidad. No me molesta el jolgorio carnavalesco como tampoco cualquier expresión popular de un sano divertimento. El problema viene cuando se había pedido al festejo una alegría que no sabe ni puede dar. Tanto más cuanto el frívolo desmadrarse pone aún en mayor evidencia que el tingladete llevaba bien escrita una fugaz fecha de caducidad. Entonces viene el desinfle que toca a rebato, dejando a la gente tirada en la cuneta del hastío y con la botella vacía por el chantaje, mientras nos humilla la resaca de una borrachera que no alcanzó a beber ni una gota de felicidad. Es el drama de Don Carnal que termina con esta guisa en el cortejo del entierro de su sardina.

Claro que, los cristianos no estamos del lado de Doña Cuaresma, señora estrecha de ideas y ancha de lutos, que tan sólo goza con la persecución censuradora de lo prohibido y con la represión puritana de lo legítimo. Si el símbolo de esta señora doña es la tristeza de velo y llanto, no coincide con el mensaje cristiano de la verdadera cuaresma que la Iglesia predica y propone. Tanto es así, que incluso podríamos decir con el mejor ánimo de provocar eso de: ¡viva la alegría, viva la cuaresma cristiana!, porque no somos gente mustia, taciturna y clientes de la depresión. No nos asusta el contento, sino más bien lo poco que nos dura cuando este no es verdadero. No nos interesa una alegría de plexiglas, que caduca en el momento en el que ensayas su prestada sonrisa y que no acompaña la vida en su largo recorrido sino tan sólo un rato en un viaje de cercanías.

Este año se nos propone un mensaje comprometido por parte del Santo Padre. El Papa ha querido que ahondemos esta cuaresma en un tema profundamente evangélico: la justicia. Si la conversión es cambiar la mirada del corazón, se nos propone precisamente este cambio de perspectiva: entender el sentido de la justicia.

Recuerda Benedicto XVI que «muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene "de fuera", para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar -advierte Jesús- es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal».

Pero la justicia que nos salva y la que nos convoca a imitarla es la que se ha manifestado en Jesús. «Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad». Todo un camino, que debidamente recorrido nos permitirá entrar de modo nuevo en la alegría de la pascua, la alegría que dura y nadie nos podrá arrebatar.

El Señor os bendiga y os guarde.



+ Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

Adm. Apost. de Huesca y Jaca

jueves, 4 de febrero de 2010

MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA CUARESMA 2010

« La justicia de Dios se ha manifestado
por la fe en Jesucristo » (cf. Rm 3,21-22)

Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?
Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI

martes, 2 de febrero de 2010

LA SEÑORA EN EL MES DE FEBRERO

El próximo día 15 de febrero, a las 20:00, en la Iglesia Parroquial de San Isidoro el Real celebraremos la Santa Misa y el canto de la Salve en el camarín de Nuestra Señora.

Pediremos de forma particular por los costaleros de los diferentes Pasos de nuestras salidas procesionales.